Arcos y cables

 

Decía que la basílica de la Sagrada Familia no eran más que arcos y cables. A mi me resultaba casi ofensivo, me parecía una imprudencia reducir tanta belleza con esa rotundidad. Por aquel entonces yo cursaba el máster en ingeniería industrial y él, Javier Torres, era el profesor de estructuras.

Las primeras clases fueron caóticas. Tuve la sensación de estar asistiendo a las reflexiones filosóficas de un profesor chiflado, divagaciones inconexas que abordaban temas de cualquier índole menos la estructural, contribuyendo al desconcierto general. Sin embargo, había en su forma de expresarse algo especial, una convicción extrema, como de revelación, que hacía sospechar que aquello que contaba era cierto. Era tal su entusiasmo y tan contagioso que, durante aquellos días, estuve convencido de que Javier había encontrado el elixir de la vida eterna y que, en clave, estaba tratando de proporcionarnos el mapa para llegar a él. Así que decidí seguir escuchando.

Con el transcurso de las clases descubrí que Javier no pretendía quitarle mérito a la obra de Gaudí, ni pensaba que cualquiera fuera capaz de hacer algo semejante. Todo lo contrario. Como en “El club de los poetas muertos”, era una cuestión de perspectiva: la grandeza de los grandes arquitectos no estaba en la complejidad de sus planteamientos, sino en su sencillez. Y para alcanzar esa sencillez había que abstraerse, encontrar el alma hasta en las cosas más inertes, encontrar ese arco tan visible en el puente que atraviesa un río y que es el mismo que se oculta bajo la silueta del pájaro en vuelo.

Por eso, cuando visité Barcelona algún tiempo después, no me sorprendió encontrarme, en el museo de la basílica, con aquella maqueta a pequeña escala hecha con cuerdas atadas entre sí de las que pendían pequeños sacos con perdigones y que, mirada contra un espejo, proyectaba los arcos que dieron forma a la Sagrada Familia.

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